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TÚ TIENES LA LLAVE (I). EL ALBERGUE DE LOS HORRORES. Benicassim, octubre de 1994.

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En la década de los noventa del pasado siglo XX tuvimos nuestros años locos de la carretera. Motos, carreteras y viajes interminables por toda España, siempre de un lado a otro casi sin descanso, cargados de equipajes que nunca se deshacían, un mes sí y otro también, unas veces a visitar a unos, y otras veces a visitar a otros, de salto en salto de una concentración a un encuentro motorista o a una simple excursión particular, sin importar si llovía, nevaba o lucía un sol abrasador, decenas de miles de kilómetros sin apenas solución de continuidad en un interminable vagabundeo por todas las rutas posibles e imposibles del país. No había euros (funcionábamos con la ahora tan añorada peseta), ni teléfonos móviles, ni apenas ordenadores, internet estaba en pañales y el mundo era muy diferente al que hoy conocemos, aunque sólo hayan transcurrido dos décadas desde entonces.


Durante esos años hicimos tantos viajes que ahora es imposible acordarse de todos ellos, pese a que quedaron escritas las crónicas con las vicisitudes de cada uno y se tiraron miles de fotografías de carreteras, lugares, gentes y paisajes. Otros viajes, en cambio, no se han borrado del todo de la memoria por unas u otras razones, son los viajes memorables, por así decirlo, aunque esto no implique necesariamente que fueron buenos viajes, estrictamente hablando. Algunos fueron incluso verdaderamente deplorables y dignos de caer en el olvido absoluto. O quizá no tanto, porque la perspectiva del tiempo nos concede una cierta rehabilitación emocional con respecto a ellos.
 

A las diez horas del sábado 1 de Octubre de 1994 nos pusimos en marcha doce motos y veintiuna personas, y salimos de Madrid camino de Benicassim (Castellón), por la autovía de Madrid a Valencia, que entonces conservaba todavía más de la mitad de su trazado sin desdoblar, esto es, carretera general española a la vieja usanza, un carril por sentido y travesías urbanas de casi todos los pueblos del camino. Asistíamos a unas jornadas de seguridad vial organizadas por la Generalitat Valenciana con el auspicio de la DGT y de AUMAR, la sociedad concesionaria de las autopistas de la franja mediterránea. Su títuloEvita los accidentes de tráfico. Tú tienes la llave, también traducido al valenciano en algunos folletos como Evita els accidents de tránsit. Tú tens la clau. La peña motorista a la que pertenecíamos entonces estaba muy involucrada en aquella época en este tipo de eventos relacionados con la seguridad en la conducción, y de hecho buena parte de su filosofía fundacional se inspiraba en este aspecto cívico para diferenciarse de otros colectivos motoristas nacionales para los que primaban las sensaciones fuertes de la velocidad, el riesgo y la temeridad permanentes como estilo de vida y forma de diversión en unos años en los que los graves accidentes de moto estaban a la orden del día. Pero por mucho que asistiésemos aquel día a unas jornadas de seguridad vial, nosotros tampoco estábamos hechos de una pasta muy diferente a la de los demás. A la mayoría de nosotros estas jornadas didácticas no nos interesaban lo más mínimo, lo único que nos estimulaba era salir de viaje con la moto y divertirnos, fuese a donde fuese y sin importar el motivo. Incluso mejor si no había ningún motivo. Por el camino se nos fueron añadiendo otros compañeros procedentes de diferentes lugares de España hasta completar un grupo heterogéneo de diecisiete motos de distintos modelos, marcas y cilindradas. 

Un parque móvil heterodoxo para una peña motorista no menos heterodoxa


Nos diluvió a ratos por la provincia de Cuenca, el grupo se disgregó y recompuso varias veces y tuvimos todo tipo de peripecias, y no todas muy agradables. Por lo general se impuso la anarquía más absoluta, y cada uno hacía lo que le daba la gana sin tener en cuenta a los demás, de modo que los más jovencitos iban intercambiándose entre ellos las motos y los pasajeros cada pocos kilómetros, pues querían conducirlas todas y llevar de paquete a todas las chicas (algunas de las cuales también conducían), otros se paraban a su antojo para cambiarse los calcetines mojados por unos secos de recambio o ponerse o quitarse el mono de lluvia cuando estimaban una mínima variación en las condiciones meterológicas, cada cual y cada quien repostaba combustible o se detenía a tomar el aperitivo en donde le placía, y no una vez, sino varias, con la consiguiente ingesta copiosa de vinos, cervezas y vermús (y yo el primero, no lo negaré, pues me apunté a todos los aperitivos etílicos que se me pusieron a tiro), de modo que ni los límites de velocidad ni otras normas del Código de la Circulación eran convenientemente respetadas por la mayoría del grupo, y se cometieron todo tipo de tropelías e imprudencias que luego comentadas en parado nos hacían mucha gracia y nos parecían divertidas. Eramos una pandilla de inconscientes y descerebrados a quienes habían invitado a participar en unas jornadas de seguridad vial, obsérvese la desconcertante paradoja de la cuestión.

 

Al llegar a Valencia el tiempo mejoró notablemente y empezó a lucir un sol agradable y tibio, lo que provocó nuevas detenciones individuales e intempestivas, pues la gente tenía calor y le sobraba ropa de la que era necesario desprenderse. En una de estas paradas, uno de los jefes de la peña y de la expedición nos informó solemnemente de que si volvía a llover se volvería a parar a ponerse el mono de lluvia, y si reaparecía el sol, para quitárselo, y así sucesivamente todas las veces que fuera preciso. Aquello era el cuento de nunca acabar, de modo que tomamos la autopista AP-7 en dirección Castellón completamente fragmentados, dispersos y descontrolados, hasta que en algún punto intermedio entre Sagunto y Benicassim se produjo un enésimo reagrupamiento parcial y espontáneo, y repentinamente todo el mundo se puso a frenar sin motivo aparente alguno. Pero sí que había un motivo, bastante estúpido e innecesario, por cierto, tal y como escribí en su día en la crónica del viaje: O me estoy volviendo loco, o vive Dios que aquello que se divisa en la mediana de la autopista no es sino un gran hato de cabras inmóviles que pastan a su libre albedrío. Cerrar gas y acariciar la maneta de freno y esperar que los animales no se espanten y nos pongan en un compromiso, pero no, resulta que las condenadas cabras son de fundición, metálicas, y alguna mente preclara las ha colocado allí a título ornamental y para acojonamiento de motoristas. Sin comentarios.
 

Un conjunto escultórico de cabras de hierro o acero colocado en la mediana de una autopista, que vistas desde la distancia parecían reales, a pesar de su inmovilidad, es algo que sólo puede suceder en España, un país de chiste y chirigota. Dieciocho años después he buscado por internet qué ha sido de esas (putas) cabras, si siguen existiendo o no, y en dónde estaban exactamente colocadas, pero no he encontrado la menor información al respecto. Incluso, en un alarde de paciencia, he navegado virtualmente con Google Earth kilómetro a kilómetro entre Valencia y Benicassim observando todas las imágenes de la autopista, sin encontrar tampoco el menor rastro de aquel rebaño caprino de ferralla. Tal vez lo hayan quitado, con buen criterio, porque era un peligro para todos los conductores, y no sólo para los motoristas. Unas esculturas de dinosaurios no habrían causado tanto pavor.*(Ver postdata al final de la entrada). 


 

Debimos de llegar a Benicassim ya un tanto pasada la hora de comer, pero a muchos se nos quitó el apetito en cuanto vimos el lugar en donde la organización había decidido que teníamos que pernoctar, el albergue juvenil Argentina, un enorme caserón de estilo marinero construido en los años cuarenta y lleno de escaleras, salas, patios, pasillos sin fin y habitaciones cuarteleras de distintas formas y capacidades, que en su conjunto bien podía recordarnos a una cárcel, un frenopático o un hospital militar de campaña, aunque ninguno de nosotros, presuntamente, hubiese estado nunca en tales establecimientos. Y nuestros peores presagios acerca del escaso confort del sitio empezaron a confirmarse enseguida, cuando los más sedientos nos pusimos a buscar cerveza por todas partes, sin encontrarla. Sólo había refrescos sin alcohol en una máquina de bebidas junto a las cocinas. Esto ya era un mal detalle, porque a los motoristas no se les puede privar del contacto con la cerveza una vez llegados a destino. Sin embargo, la exhibición del extenso catálogo de los horrores de aquel albergue juvenil no había hecho sino comenzar, y tuvo su adecuada continuidad cuando vimos las habitaciones adjudicadas a nuestra expedición y las escasas condiciones higiénicas que reunían. Las parejas tenían derecho a un aposento privado con dos camas, igualmente cochambroso, pero a los que viajábamos en solitario nos amontonaban en grupos de cuatro o cinco personas en enormes y desangeladas habitaciones llenas de camas viejas con los somieres desvencijados y los colchones y las sábanas dudosamente limpios. Los más avispados todavía tuvieron ocasión de escaparse y conseguir alojamiento en algún hotel cercano, pero los más lentos de reflejos nos quedamos atrapados en el albergue juvenil sin posibilidad de escapatoria, es decir, atrapados en el tiempo, un tiempo tan lejano, quizá, como los propios años cuarenta en los que se construyó el edificio. Personalmente, además, no me hizo ninguna gracia compartir barracón con los compañeros que me tocaron en suerte, uno de los cuales ni siquiera había traido ropa para cambiarse (sólo llevaba lo puesto), y que además rehusó ducharse en todo momento bajo el chorro helado de la cañería que teníamos por ducha en una estancia contigua con el suelo de cemento, a la antigua usanza de los cuarteles.

Fachada principal del albergue "Argentina".


Y por fin, la comida y la cena comunal en un inmenso comedor de mesas corridas no hizo sino acabar de empeorar las cosas. Ciertamente, en casi todos los cuarteles conocidos durante mi servicio militar, del que me había licenciado once años antes, había comido bastante mejor que en este triste albergue juvenil, pero desde luego esto tampoco me sorprendió. Apenas probé bocado, y por la tarde la organización nos hizo sacar las motos para que nos diésemos una vuelta por el paseo marítimo, nos dejáramos ver y entregásemos folletos de promoción de la campaña de seguridad vial promovida por la Generalitat Valenciana. Algunos manifestaron públicamente después haberse sentido tratados como hombres anuncio, pero en todo caso siempre era mejor andar en moto por las calles y parar de vez en cuando a tomar una cerveza en una terraza (el tiempo acompañaba) que regresar al albergue de los horrores, que alguien bastante maledicente definió como un retorno a la época del auxilio social de la posguerra.
 
La cena, ya se ha dicho, fue para olvidar, y además muy temprana, y yo volví a apuntarme al ayuno voluntario, o casi, y con el estómago vacío me lancé otra vez a las calles junto a los más allegados y disidentes, esta vez a pie, mientras el grueso de la expedición partía en moto con entusiasmo hacia Castellón capital para seguir impartiendo la doctrina de la seguridad vial y repartiendo folletos por las calles. Tal vez nosotros pudimos cenar algo decente en algún sitio, que ahora no lo recuerdo y tampoco está escrito, pero sí que recuerdo que casi todos los establecimientos estaban ya cerrados recién finalizada la temporada de verano, y sobre todo recuerdo, también con pavor, que en uno de los escasos que quedaban abiertos tomamos un montón de copas rematadas por unos chupitos criminales de aguardiente casero por expresa invitación del dueño de la casa, que no pudimos rechazar, y que nos dejaron el cuerpo maltrecho durante las siguientes veinticuatro horas. Y esa noche, en consecuencia, fue también digna del mayor olvido en aquella habitación compartida con cuatro durmientes, ya roncadores cuando llegué de madrugada, y que olía a calcetines sudados, a sobaco y a ropa sucia. Me acosté vestido y sin encender la luz para no molestar, y a duras penas si conseguí enhebrar un sueño turbio de tres horas envuelto en las brumas del alcohol. El despertar fue terrorífico, desde luego, y comprobé que no había nadie  en la habitación, y los pocos que quedaban en el albergue seguían tirados en sus camastros mugrientos, solos o en pareja, aquejados de una resaca monumental. Parece ser que los más enteros, la mayoría, se habían ido a ver una carrera de motocross al cercano desierto de Las Palmas. No sé cómo, pero logré reunir las fuerzas justas para subirme en la moto y encontrar un sitio en donde desayunar un café y una ensaimada en el paseo marítimo.

El fin de fiesta de aquellas dos jornadas disparatadas consistió, como no podía ser de otro modo, en una especie de rueda de prensa en la sala más decente del albergue a cargo, entre otros, del alcalde de Benicassim, el director del Instituto Valenciano de la Juventud, la responsable de AUMAR (Autopistas del Mare Nostrum), y un par de jerifaltes de nuestra peña motera, que actuaron como meros comparsas en aquella representación. No recuerdo apenas nada de tal evento, que no fue sino una especie de monólogo autocomplaciente o diálogo de sordos celebrado a mediodía, salvo que me dormía en la silla y estaba deseando largarme, y que uno de los nuestros preguntó por qué demonios las motos pagaban la misma tarifa de peaje que los automóviles en la autopista, cuando ocupaban menor espacio y desgastaban menos el firme, a lo que la responsable de AUMAR respondió muy incómoda con evasivas o no respondió en absoluto, que viene a ser lo mismo. Varios periódicos levantinos se hicieron eco de este acto y de las celebraciones preliminares en sus ediciones de aquellos días como si se hubiera tratado de una gran noticia.

 

Terminada esta farsa institucional a mayor gloria de los dirigentes implicados, se hizo la hora de comer, todavía en el infausto albergue, por supuesto, y lejos de cundir el pánico, vistos los antecedentes gastronómicos del establecimiento, la gente pareció animada ante la perspectiva de que servían paella, con el argumento peregrino de que era imposible comerse una mala paella en esta tierra arrocera por excelencia, y que en todo caso, puesto que a continuación había que recoger el equipaje y marcharse de allí, mejor era hacerlo con algo en el estómago, aunque fuese bazofia. Pobres incautos. Entre comer bazofia o echarse a dormir un rato en un camastro desvencijado y sucio a la espera de la hora de partir, la segunda era con diferencia la mejor opción. El sueño nunca puede hacerte daño, pero una mala comida, sí. Y a algunos se lo hizo, y considerable.


Guiado, pues, por el más elemental instinto de supervivencia, dejé recogido mi equipaje para ganar tiempo y me busqué un cuartucho discreto y apartado en donde tumbarme vestido, lejos de los olores poco amistosos de las cocinas, que ya delataban la naturaleza perversa de la paella que se avecinaba. Y así fue que cabeceé un buen rato con un sueño trompicado e irregular que, sin embargo, tuvo la virtud de aplacar un poco los desórdenes de mi cuerpo y proveerme de la suficiente dosis de energía como para poder salir huyendo de aquel lugar tan terrorífico al que nadie deseaba volver. Una huida que, como podrá leerse en la siguiente entrega, tampoco estuvo exenta de aventuras, peripecias y sobresaltos, y que sintetizaba muy bien nuestras andanzas interminables en aquellos años locos de la carretera. 

CONTINUARÁ

*POSTDATA:
Aparecieron las famosas cabras metálicas mencionadas, o por lo menos otro rebaño de cabras acompañado de algún ejemplar vacunoen un lateralde la autopista, gracias a las certeras indicaciones de MILIAR (ver abajo su comentario). Las que vimos en 1994 yo las recordaba con toda certeza en la mediana de la autopista y bastante más al norte, por lo menos en Sagunto o incluso ya en la provincia de Castellón. Sin embargo, es bastante probable que fueran estas mismas, posteriormente reubicadas en este nuevo emplazamiento menos intimidante para los conductores, como se aprecia en la imágen obtenida de Google Maps:


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